Veamos. El reconocimiento del otro ser humano como un ser racional y como un fin en sí mismo, es decir, la creencia en la autonomía de la razón, acarrea el conflicto con toda autoridad que se oponga a las iniciativas del pensamiento. Para los pensadores ilustrados, la rigidez del régimen monárquico apoyado por la iglesia católica implicaba un obstáculo para el desarrollo de la inteligencia. Se podría decir que antes de que las naciones modernas declararan su independencia de los regímenes monárquicos y coloniales, la inteligencia proclamaba ya su soberanía y su fortaleza para poder vivir al margen de lo que las instituciones del antiguo régimen había establecido como verdad. Se distinguió pues, el dogma del conocimiento, el primero indica la sujeción, el segundo a la autonomía de la razón.
En efecto, el acento de la ilustración esta en la autonomía de la razón y el individuo. Ello se traduce en el orden político en voluntad de soberanía. La nación moderna será ese espacio social en que los individuos racionales, como las mónadas de Leibniz, se unen en un conglomerado que supuestamente exhibe la misma racionalidad que sus partes. Esa mónada social es el ciudadano, entidad autónoma, que se une a otra mediante las leyes estipuladas en la constitución. Este igualitarismo abstracto y homogenizante, se concentra pues, en lo que los que nos hace “iguales”. El énfasis no se halla en la celebración de la diferencia, sino en el asunto urgente de la igualdad ante las leyes bajo la rúbrica del “citoyen.”
El estado-nación ha de constituirse como el agregado social y político racional de los “iguales”. Las constituciones de las naciones modernas serán, como diría Leibniz, la “razón suficiente” del estado-nación. En los preámbulos de estas constituciones se establece que “todos los hombres han sido creados iguales,” es decir, igualmente racionales y por ende tienen una serie de derechos inalienables que se le reconocen, entre ellos, el derecho a la felicidad, la libertad, la propiedad, la vida etcétera.
Hay que hacer hincapié en que el pensamiento ilustrado está en antagonismo con toda autoridad que sea un obstáculo para la autonomía de la razón y la soberanía del estado. Este conflicto se manifiesta ya como crítica a las fuentes del dogma, específicamente, a la Iglesia, ya como revolución burguesa contra la monarquía absoluta. Evidentemente, este antagonismo autonomista acarrea una fe en el triunfo de todo aquello que se hace en nombre de la libertad y también implica la creencia en el progreso y la perfectibilidad de los seres humanos. Así, Montesquieu, Diderot y Voltaire muestran esta fe en un nuevo orden, en la que la libertad rige y en la que cada uno “trabaja su huerta.”
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